Aunque contamos con muy pocos registros de las cantidades comercializadas durante el período 1879/1909, el propio Murga informó que hacia el año 1882 -sólo un año después de la fundación de la ciudad-: (…) entraron a Quequén 71 viajes de buques cargados con mercaderías y cuya cantidad de arrobas es de 189.687 (2150 T).
Salieron los mismos buques cargados de frutos conduciendo a esa capital 161.885 arrobas (1835 T). Los precios que cobran son excesivos por arroba siendo estos los de 5 y 6 (…). El dato es, a todas luces, esclarecedor ya que ofrece un primer acercamiento sobre las características adquiridas por la operatoria portuaria a principios de la década del ochenta.
Por otra parte, sorprende la aseveración realizada por el Juez de Paz con respecto a los elevados precios cobrados por las empresas marítimas. Solo veinte años después de la solicitud presentada por Martínez de Hoz, el costo de los fletes adquirió una posición estratégica para el desarrollo comercial del Quequén. La denuncia de Murga no es accidental: el informe tiene como objetivo tentar a una mayor cantidad de empresas para que incorporen las costas del Quequén dentro del circuito comercial de cabotaje.
Las referencias de la llegada de embarcaciones a la desembocadura del río son constantes, por lo menos, hasta 1890. Hacia 1885, Adolfo Luro y Francisco Pradere -entre otros- elevaron una nota al gobierno provincial refiriéndose “(…) a catorce buques que recorrían el Quequén dos leguas (10 kilómetros aproximadamente) río arriba por la cuarta parte de los costos que insumen las vías terrestres”. La cita, en definitiva, confirma el posicionamiento de Quequén en las rutas comerciales portuarias de finales del siglo XIX.
En sus comienzos, el puerto resultó clave para el abastecimiento de bienes dirigidos a cubrir la demanda del incipiente mercado regional constituido en los alrededores del Quequén Grande.
Textil, madera, hierro, azúcar y yerba fueron cubriendo la demanda de los primeros acopiadores ubicados sobre la costa del río y dirigidos a suministrar las estanterías de los primeros “boliches” de la zona. De esa manera, las bodegas vacías de los pailebotes fueron completadas con los productos ofrecidos por la ganadería regional.